Introducción

El domingo 28 de Noviembre de 2010, Alan Rusbridger--director del periódico británico orientado a la izquierda The Guardian --y un grupo de periodistas comprometidos durante meses a mantener el secreto, estaban por fin programando la publicación de la más explosiva colección de documentos de la historia del periodismo: 250.000 cables diplomáticos estadounidenses, material clasificado, que registraban conversaciones confidenciales y contactos alrededor del mundo. En este proyecto The Guardian tenía como socios a cuatro medios de comunicación: New York Times (Estados Unidos), Der Spiegel (Alemania), Le Monde (Francia) y El País (España).

Las cinco publicaciones se habían hecho con los cables gracias a una organización del siglo XXI llamada Wikileaks. Wikileaks fue fundada en 2007 por Julian Assange, un australiano brillante y voluble que había sido pirata informático. Assange consideraba que la información, incluso la clasificada o peligrosa, debía estar disponible para todos. Con este espíritu ya había proporcionado a The Guardian , The New York Times y Der Spiegel expedientes de las guerrasen Afganistán e Irak. Según el acuerdo inicialmente establecido entre Assange y The Guardian , los tres debían publicar simultáneamente en julio y octubre de 2010 los llamados “registros de la guerra”.

Aunque había habido momentos de tensión, la publicación de los registros de la guerra se había realizado con cierta facilidad. No podía decirse lo mismo de los cables diplomáticos. La logística había sido una pesadilla. Primero, la redacción -se editaron los cables para evitar que nadie sufriera muerte o represalias-. Hicieron falta semanas de un intenso trabajo realizado por un pequeño grupo de periodistas, que organizaron y siguieron el proceso de construcción de una base de datos específica. Luego surgió el reto de organizar la publicación simultánea por parte de cinco nuevos socios atendiendo a las distintas zonas horarias e idiomas y con plazos de entrega que variaban ampliamente. Una gran cuadrícula trataba de conciliar las múltiples dificultades.

Es más, las relaciones con Assange, nunca fáciles, se habían vuelto todavía más tensas. Los dos periodistas responsables en The Guardian de las noticias sobre los registros de la guerra ya no hablaban con él. Además Assange había concebido un odio permanente por The New York Times , mientras The Guardian y Der Spiegel habían luchado ferozmente por mantener al Times enel consorcio. Para apaciguar un poco a Assange, accedieron a su petición de última hora para incluir a Le Monde y a El País en el lanzamiento de los documentos diplomáticos.

También tuvieron preocupaciones legales. Los documentos fueron clasificados y revelaron informaciones perjudiciales como, por ejemplo, que Arabia Saudita había alentado a EE.UU. a bombardear Irán; que el arsenal nuclear de Pakistán podría estar amenazado; que el Departamento de Estado de EE.UU. había pedido a sus diplomáticos que espiaran a personal de las Naciones Unidas; o que el gobierno de Yemen se había ofrecido  a EE.UU. para tapar sus incursiones contra los radicales musulmanes en Yemen. Gran Bretaña tenía una Ley de Secretos Oficiales que era invocada con frecuencia para prevenir la publicación de materiales sensibles. EE.UU. tenía una Ley de Espionaje. Cada uno de los gobiernos podía todavía intervenir.

Rusbridger, director de The Guardian , confiaba en que su periódico y sus socios habían actuado a conciencia al preparar los documentos para su publicación. No obstante, no podía reprimir una preocupación persistente: ¿Y si, después de todo, publicar los documentos fuese fundamentalmente un error? Tal vez el periódico había estado demasiado inmerso en la inquietud y el impulso del proyecto para comprender por completo su impacto. ¿Qué pasaría si, como consecuencia, muriese alguien? O ¿qué pasaría si los cables incitaban a la violencia masiva?

El 26 de noviembre, cuando el periódico había completado los pasos previos a la publicación, las dudas de Rusbridger se reavivaron al recibir un reflexivo correo electrónico, que le enviaba un respetado y fiable colega que no formaba parte del pequeño equipo de Wikileaks. ¿Podía la publicación dañar a la administración del presidente de EE.UU. Barack Obama, preguntaba, y hacer fracasar buena parte de lo que the Guardian representaba? ¿Podía el demócrata Obama perder la aprobación de un tratado de control de armas en un Congreso de mayoría republicana? “¿Estamos sirviendo a nuestros intereses, al publicar un material que debilita a un presidente, de quien pensamos que está tratando de hacer lo correcto?”, preguntaba el colega [1] .

Sólo me pregunto si no nos estamos poniendo en la posición de servir a la oposición, minando nuestro propia postura en muchos de los temas que nos interesan.

Rusbridger no era un hombre que se pusiese nervioso con facilidad. Pero a pesar de todo el cuidado que the Guardian había puesto, podía ver que este proyecto tenía potencial para ir seriamente mal.


[1] Rusbridger ha preferido no identificar a su colega, pero ha confirmado que se trataba de un varón.